La fuerza del huracán

El huracán es un viento poderoso.

Su ojo alcanza lejanos objetivos.

Su fuerza es descomunal.

Su acometida es brutal y su rastro lleva a la calma.



domingo, 12 de septiembre de 2010

¡Quién se ha comido los espetos!


Es triste pensar que los actuales gobernantes, empeñados en fastidiarnos una y otra vez con sus prohibiciones y con medidas que solo intentan desviar la atención y la opinión públicas hacia asuntos que camuflan los verdaderos e inquietantes problemas que nos acucian, estén maquinando el cierre de miles de chiringuitos de playa que constituyen uno de los principales atractivos del turismo nacional e internacional, auténticos motores de la economía familiar de muchas regiones y, junto al sol de nuestras hermosas playas y sus servicios hosteleros, de la macroeconomía del páis.
Pues bien, un soleado domingo de un caluroso verano, no hace más de cinco años, nos encontrábamos en uno de esos chiringuitos playeros que hay en Torremolinos, ciudad emblemática para todo el manuelismo. La noche anterior había resultado movidita y se había prolongado hasta el amanecer, por lo que los cinco amigos estábamos cansados, sedientos y hambrientos.
Pedimos la inexcusable ronda de cervezas, una ensalada, pescado frito variado y, no podía ser de otra manera, una buena ración doble de espetos malagueños, la joya gastronómica de la costa del sol, el milagroso manjar que nos repondría de la atropellada noche. Uno de nosotros, nuestro querido Tato, anhelaba con especial deseo degustar la suculenta especialidad de aquel rincón de Andalucía.
Un puñado de sardinas ensartadas en una caña pinchada en las brasas de leña de encina para asarse lentamente al fuego dan lugar a uno de los más sabrosos y apetecibles bocados que el talento y la imaginación de los restauradores de la costa hayan podido ofrecer a la concurrencia. Hay pocas delicias que se disfruten más acompañadas de una cerveza bien fría. Al parecer, hace más de 125 años que el merendero La Gran Parada, situado en el malagueño y marinero barrio de El Palo, ofreció por primera vez las ricas sardinas empaladas en espetos a su clientela. Se cuenta que el mismo rey Alfonso XII visitó aquel chiringuito y comió los espetos llevándoselos a la boca con los dedos, tal y como le indicó el propietario del local, quedándo plenamente satisfecho y agradecido.
En el momento en que los espetos y el resto de platos fueron servidos en nuestra mesa, Tato acababa de encender un pitillo. Hay que decir que el proceso de encendido de un cigarrillo por parte de nuestro amigo sigue un riguroso manual protocolario que incluye, entre otros pasos, el alisado del papel y el prensado del tabaco en su interior.
Encendido y fumado el habano, nuestro colega sacó de su funda la toallita impregnada de agua de limón que nos habían entregado para limpiarnos las manos. El lavado de manos fue preciso e intenso, alcanzado todos los recovecos y pliegues.
Con las manos bien aseadas, se sirvió ensalada en su plato: primero los ingredientes en forma de hoja, después los de forma de tiras y, por último, aquellos con formas más geométricas y voluminosas.
Servida y tomada la ensalada, parsimoniosamente hizo lo propio con el pescado frito: primero los pescaditos completos (boquerones y acedías), después los taquitos y pedacitos (rape, merluza, rosada y adobo) y, por último, los cefalópodos (puntillitas y calamares).
Otro protocolario cigarro, precedidio de su consabida preparación, se fumó nuestro amigo antes de seguir con el banquete. "Ahora el plato fuerte", pensó, "ahora los espetos".
Ansioso por degustar el primer pescadito plateado, volvió su mirada y tendió su mano hacia el plato de los espetos cuando, sorprendentemente, comprobó que solo quedaba una sardina, las demás había desaraparecido por arte de magia. Contrariado y con el rostro desencajado exclamó: ¡Mamones, quién se ha comido los espetos! Al mismo tiempo su mirada recorría inquisitoriamente cada uno de nuestros platos, deteniéndose en el de nuestro querido Felipe, pues era el que contenía un mayor número de esqueletos de espinas de sardinas, aventajándonos de manera evidente, como se podía comprobar por las espinas que reposaban en cada uno de nuestros platos. En defensa de Felipe, en honor a la verdad y por hacer justicia, hay que decir que Don Manuel también había comido un buen número de sardinas, pero este hecho pasó algo inadvertido, pues Tato descargó toda su ira y reprobación sobre su amigo Felipe, aunque al resto nos tocó también lo nuestro. El mosqueo fue tremendo y el enfado iba tornándose en indignación. De nuevo encendió un cigarro y, tras manifestar que ya no comería más, permaneció en silencio un largo rato sacudiendo de vez en cuando la cabeza en señal de incredulidad.
Todos nos mirábamos de reojo, mediorriéndonos del monumental mosqueo de nuestro amigo, pero la tensión se agravó cuando el camarero nos comunicó que ya no quedaban más espetos, que se habían agotado. La cosa se puso seria. La última sardina desapareció del plato, sin que la mayoría nos diéramos cuenta. En el ambiente confluían nuestras risas contenidas, el resentimiento de Tato y la replicación de Felipe, que empezaba a sentirse injustamente atacado.
En este punto, llegó el momento de que interviniera el Gran Kikiño.
Efectivamente, el Gran Kikiño, afanado en contentar a su buen amigo, se levantó y, media hora más tarde, tras penetrar en la mayoría de los chiringuitos que discurrían a lo largo de la orilla de aquella playa llamada Bajondillo, volvió con una bandeja repleta de espetos. Todos quedamos perplejos, allí había más de tres docenas de espetos, una barbaridad.
La bandeja fue depositada delante de los malhumorados ojos de Tato, cuya reacción confirmó su reproche a nuestro agravio inicial: "No como más sardinas", dijo.
"Entonces nos las comemos nosotros", intervino desairado el Gran Kikiño al tiempo que engullía una espléndido ejemplar de sardina asada. A los demás nos faltó tiempo para avalanzarnos sobre la bandeja y, varios minutos y varias rondas de cerveza después, no quedaba sobre ella más que el rastro aceitoso de aquellos manjares. Nuestra felicidad total por el festín que nos habíamos dado contrastaba con la ausencia del amigo ofendido.
Y así trancurrió aquel almuerzo playero. Pero antes de terminar tengo que decir que después de tomar café, la pócima mágica preferida por Tato, nuestro amigo, que es un tío excepcional, recuperó su sonrisa y olvidó lo ocurrido. También tengo que decir que esta anécdota es entrañable y que jamás la olvidaremos, pues forma parte del patrimonio inmaterial que compartimos unos cuantos.

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